domingo, mayo 10, 2009

Cada quién la suya, pero esta es la mía.

No, no tengo madre.

Pero sí la tuve un buen tiempo.

Como diría Napoleón –el cantante y compositor-, ella se llamaba Martha.

Nació en 1935 en el DF pero vivió su infancia y juventud en la frontera Nuevo Laredo-Laredo.

A los nueve años se quedó sin papá, ya que fue asesinado, ejecutado se diría hoy. Era agente aduanal y quien lo mató jamás llegó a la cárcel, aunque sí fue presidente municipal. Le dispararon el 22 de diciembre y murió al día siguiente. Por esas cosas inexplicables, mi hermano nació un 22 de diciembre y yo, un 23.

En esa condición tuvo que vérselas difícil en una familia donde el sostén era una viuda con seis hijos.

Así que tuvo que trabajar desde muy temprana edad y también fue madre adolescente. Tenía 17 años cuando tuvo a mi hermano Gerardo.

Se hizo novia oficial de quien sería mi papá el día que murió Jorge Negrete.

Casi toda su vida trabajó, esencialmente como operadora, telefonista, tanto en Teléfonos de México (donde conoció a mi papá) como en hoteles.

Ya cuando tenía 24 años, me tuvo a mí. Nací en Corpus Christi, Texas, y como era invierno, nevó.

Un año y cacho después, fue madre por tercera vez, ahora de una hija, Norma Aída.

Leía mucho, le gustaban los deportes, oía por radio los juegos de los Tigres, cocinaba muy bien, platicaba de todo y pudo atender una casa propia pasados de los 40 años de edad. Una casa que por una de las tantas crisis se vendió y que hizo que cambiaran de residencia a Ixtapan de la Sal y más tarde, a Aguascalientes.

Al final pasó 50 años con mi papá y murió en Aguascalientes en 2003.

Mi mamá no era abnegada ni cabecita blanca. Era trabajadora, inteligente, seria, fuerte de carácter, amiguera, platicadora. Le encantaban Elvis y Alberto Vázquez, y se sabía de memoria los elencos de películas. También conocía los nombres de todos los jugadores del Tigres y Yanquis. Una vez quiso concursar en el Gran Premio de los 64 mil pesos, el programa que hacía Pedro Ferriz, en futbol americano.

Hablaba perfectamente inglés y tenía una letra muy garigoleada.

Junto con su esposo, sus hijos, sus hermanas, sus sobrinos, tiramos parte de sus cenizas en el Río Bravo, justo un día de las madres, de ese 2003. Otra parte de sus cenizas están en mi poder en una urna muy sencilla y una porción está en un rosal que ha sobrevivido más de diez o 12 años. Ese rosal está junto a la ventana donde escribo.

Dejó a esos 3 hijos y 7 nietos (4 hombres y 3 mujeres), y ahora ya tiene 3 bisniestos, que no conoció.

Sus últimos años empezó a perder control de su mente pero no llegó a una demencia senil degradante.

Una tarde cualquiera de sábado le dio de comer a sus canarios, se sentó en su sillón para ver la tele, y ya.

Tenía 67 años sin una arruga.

Fue feliz varias veces. Pero hoy recuerdo tres en particular que vivimos juntos y reflejan como era: una, cuando fuimos a la final de beis, un año que se coronaron los Tigres. Otra, cuando le llevé a ver a Alberto Vázquez y estuvimos en su cuarto de hotel después del show y platicó con él; y una más cuando me acompañó como público a un programa de TV que yo conducía en ECO que se llamaba Tema de la Semana.

No, no tengo madre, pero sí la tuve.

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