martes, octubre 31, 2006

Gracias Ghiggia

El día que México perdió 4-1 con Italia, aquella tarde del 14 de junio de 1970, yo estaba en el Estadio Azteca presenciando uno de los encuentros más aburridos de la historia cuando Uruguay le ganó a Rusia 1-0. Para colmo de males se fueron a tiempos extras y hasta el minuto 116, Víctor Espárrago acabó con el suplicio. Sin embargo eso no me importó. Representó mi primer juego en un estadio de un Mundial.
Dieciséis años después, el 17 de junio de 1986, me tocó ver en Ciudad Universitaria el partido de octavos de final con el que Francia, al mando de Platini, le ganó a Italia 2-0, y ahí acaba mi historia como espectador en un Mundial. Todas la demás experiencias han sido televisivas y una que otra por radio.
La emoción del futbol ha acompañado mi vida personal y profesional. Me acuerdo que ese 5 de julio de 1994, en plena tanda de penales contra Bulgaria, que México perdió 4 a 2, yo estaba en cierto lugar con una bella mujer en una cama. También sufrí, lloré y menté a todos los seleccionados y sus descendientes, que perdieron 3 a 1 con Túnez, el 1 de junio de 1978. Gocé, grité y enloquecí cuando Luis Hernández, en el último segundo, anotó para empatar con Holanda a 2, el 25 de junio de 1998. Así, viene a la mente el día que descubrí que era bueno para el rollo y convencí a un maestro a que suspendiera clases para ver el juego Chile contra Alemania Democrática en 1974, ya que jugaba Carlos Reinoso. Se me enchina el cuero cuando repaso aquel 4 a 3 con que Italia y Alemania escenificaron el Juego del Siglo, el 17 de junio de 1970, y más porque ocho años después, hice una de mis primeras entrevistas nada menos que a Franz Beckenbauer.
Total, que he visto en su apogeo a Pelé y Maradona, a Cruyff y Kempes, a Riva y Rivelino, a Zidane y Ronaldo, y a un montonal que me han convertido en un auténtico enajenado de este deporte espectáculo que congrega a millones.
No tengo idea del por qué el futbol es así. Tal vez sea porque es un escape o porque saca a relucir nuestro lado primitivo –como alguna vez lo intentó definir Desmond Morris, el del “Mono Desnudo”- o quizás simplemente por el efecto Ghiggia.
Sí, aquel uruguayo que dio el Maracanazo el 16 de julio de 1950. Gracias a ese inverosímil 2-1 contra Brasil en su casa, demostró que cualquiera puede ganar y que los milagros existen. Creo que si ese día el resultado hubiese sido el lógico, el futbol, no sería lo que es hoy.

No hay comentarios.: