martes, noviembre 11, 2008

Fuentes 80 años


Epicentro Informativo de Leonardo Schwebel
Vivirás ese día, idéntico a los demás, y no volverás a recordarlo sino al día siguiente, cuando te sientes de nuevo en la mesa del cafetín, pidas el desayuno y abras el periódico. Al llegar a la página de anuncios, allí estarán, otra vez, esas letras destacadas: historiador joven. Nadie acudió ayer. Leerás el anuncio. Te detendrás en el último renglón: cuatro mil pesos.
A Carlos Fuentes lo he entrevistado 2 ó 3 veces. La más reciente, en la FIL 2006, cuando conducía Crónicas FIL. La foto es de ese día.
Era una mañana fresca. Justo la del 1 de diciembre, el día accidentado de la toma de protesta de Calderón como Presidente.
Hablamos de eso.
Fuentes estaba de buen humor, amable, felicitó al camarógrafo (que en realidad era el productor Miguel Hernández Totosau), se tomó fotos con todo el equipo que asistió a la grabación.
Pero el Fuentes de la entrevista estaba pesimista, sin mucha esperanza.
Le das la espalda: esta vez, hablaras con la anciana, le echaras en cara su codicia, su tiranía abominable. Abres de un empujón la puerta y la ves, detrás del velo de luces, de pie, cumpliendo su oficio de aire: la ves con las manos en movimiento, extendidas en el aire: una mano extendida y apretada, como si realizara un esfuerzo para detener algo, la otra apretada en torno a un objeto de aire, clavada una y otra vez en el mismo lugar. En seguida, la vieja se restregara las manos contra el pecho, suspirara, volverá a cortar en el aire, como si —si, lo veras claramente: como si despellejara una bestia. . .—
Las condiciones del país no estaban para más.
Una presidencia cuestionada y una toma de protesta (no de posesión) propia de un circo.
Le pregunté también del después de… e igualmente no se le notó con cierto optimismo.
Hablamos de eso y de las familias. De la gente que a diario se parte el alma.
Hoy, cuando cumple 80 años, me gustaría preguntarle del miedo.
Subes lentamente a tu recamara, entras, te arrojas contra la puerta como si temieras que alguien te siguiera: jadeante, sudoroso, presa de la impotencia de tu espina helada, de tu certeza: si algo o alguien entrara, no podrías resistir, te alejarías de la puerta, lo dejarías hacer. Tomas febrilmente la butaca, la colocas contra esa puerta sin cerradura, empujas la cama hacia la puerta, hasta atrancarla, y te arrojas exhausto sobre ella, exhausto y abiilico, con los ojos cerrados y los brazos apretados alrededor de tu almohada: tu almohada que no es tuya; nada es tuyo. ..
Eterno Nobel en potencia, de los pocos que nos quedan como candidatos, me contó abiertamente que sí le interesa. No en un afán de prepotencia que siempre lo ha caracterizado, sino en la terrible realidad de saberse talentoso.
Tú sientes el agua tibia que baña tus plantas, las alivia, mientras ella te lava con una tela gruesa, dirige miradas furtivas al Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se prende unos capullos de violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo lentísimo, solemne, que ella te impone, ajeno a los movimientos ligeros de sus manos, que te desabotonan la camisa, te acarician el pecho, buscan tu espalda, se clavan en ella. También tu murmuras esa canción sin letra, esa melodía que surge naturalmente de tu garganta: giran los dos, cada vez mas cerca del lecho; tu sofocas la canción murmurada con tus besos hambrientos sobre la boca de Aura, arrestas la danza con tus besos apresurados sobre los hombros, los pechos de Aura.
Con estos fragmentos de Aura (cuyo libro completo versión electrónica se lo envío si me escribe a Leonardo@epicentroinformativo.com) me doy la idea de estar platicándole.
Ochenta años es una buena cifra de vida http://www.abc.es/20081111/cultura-literatura/escritor-carlos-fuentes-cumple-200811112045.html
Hoy, decía, hay miedo. Ya gritamos y nos cayeron granadas, ya nos cayó encima un avión. Lo demás, estará por venir.
La cabeza te da vueltas, inundada por el ritmo de ese vals lejano que suple la vista, el tacto, el olor de plantas húmedas y perfumadas: caes agotado sobre la cama, te tocas los pómulos, los ojos, la nariz, como si temieras que una mano invisible te hubiese arrancado la mascara que has llevado durante veintisiete años: esas facciones de goma y cartón que durante un cuarto de siglo han cubierto tu verdadera faz, tu rostro antiguo, el que tuviste antes y habías olvidado. Escondes la cara en la almohada, tratando de impedir que el aire te arranque las facciones que son tuyas, que quieres para ti. Permaneces con la cara hundida en
la almohada, con los ojos abiertos detrás de la almohada, esperando lo que ha de venir, lo que no podrás impedir. No volverás a mirar tu reloj, ese objeto inservible que mide falsamente un tiempo acordado a la vanidad humana, esas manecillas que marcan tediosamente las largas horas inventadas para engañar el verdadero tiempo, el tiempo que corre con la velocidad insultante, mortal, que ningún reloj puede medir. Una vida, un siglo, cincuenta años: ya no te será posible imaginar esas medidas mentirosas, ya no te será posible tomar entre las manos ese polvo sin cuerpo.

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